Recuerdo que hace años, un día cualquiera, estaba trabajando en la oficina y me
levanté para ir al baño. Cumplimentadas mis necesidades
fisiológicas, mientras me lavaba las manos mirándome en el espejo pensé
que no le vendrían mal a mis gafas una limpieza. Así que las puse bajo el grifo, con las yemas de los dedos extendí jabón sobre las lentes, las enjuagué y finalmente las sequé con papel higiénico. Los
cristales quedaron relucientes.
Volví a mi puesto en la oficina tan ufano y cuál no fue mi sorpresa cuando al sentarme me miró mi compañero de negociado y dijo, como sin darle importancia a la cosa:
—Vaya, Maif, ya era hora de que limpiaras las gafas...
Me quedé ciertamente alucinado. Confieso que durante unos minutos llegué a admirar a mi compañero, por su increíble capacidad de observación. Oigan, yo no soy ningún guarro y mis gafas suelen estar limpias, había que ser un tipo con una retentiva espectacular para apercibirse de que había limpiado mis gafas.
Empecé a pensar
que lo mío era un problema, porque yo soy una persona muy distraida y
nunca me fijo en nada. De hecho mi compi de negociado podía haberse cambiado de corte de pelo y lo mismo ni me enteraba. En cambio, las
personas como él que se fijan tanto en los pequeños detalles tenían
mucho ganado, pareciéndome aquello digno de admiración.
En esos pensamientos positivos me hallaba inmerso cuando pasó a mi lado otro compañero y me dijo:
—Anda, Maif, quítate eso que te cuelga antes de que aparezca alguien.
Miré hacia donde señalaba y fue entonces cuando me di cuenta de que de una de las patillas de mis gafas colgaba un enorme trozo de papel higiénico que se había quedado enganchado al secar los cristales... Qué mamón mi compi, Patiño, el hioputa.
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