sábado, 16 de mayo de 2020

Orgasmos cinéfilos y revisión de viejos cuadernos.


En viendo que la cuarentena esta iba para largo y aunque estoy abonado a casi todas las plataformas de streaming estrimin: Movistar+, HBO, Netflix, Amazon Prime Video, FlixOle, Rakuten, Dazn, etc, decidí suscribirme a la única que en realidad merece la pena (7,99€ al mes para más de 10.000 títulos), que además es española y resulta —¡de lejos!— la más rentable en relación precio/calidad (y con la ventaja adicional de que podemos usarla mi hija y yo a la vez):

Poster de la película de Álex Montoya "Asamblea".
El suscribirme ha sido una auténtica gozada, me he vuelto loco consultando el impresionante catálogo de todo tipo de joyas cinéfilas que alberga, se me iba haciendo la boca agua. 

Excitado cual niño con zapatos nuevos... joé, qué expresión más antiquísima, ¿no? Si le regalara a mi sobrinillo unos zapatos lo más suave que me diría es:

Métetelos por el culo, boomer.

Ahora la expresión debería actualizarse a "como niño con consola nueva", o algo así.

En fin, como decía, lo primero que hice al darme de alta en Filmin fue disfrutar del estreno mundial online del primer largometraje de mi colegui de es.rec.cine Álex Montoya con su película "Asamblea"

Toda una experiencia, con un potente guion basado en una obra teatral, muy bien rodada y con un elenco de auténtico lujazo: Greta Fernández, Cristina Plazas, Francesc Garrido, Irene Anula, Marta Belenguer, etc.

Pero qué voy a decir yo del amiguete Álex... nada más que cosas buenas, pero como no quiero por ello dejar de recomendarles su película dejaré que sean los críticos de EL PAÍS y ABC quienes den cuenta de sus virtudes:

Crítica de Javier Ocaña en el diario EL PAÍS acerca de la peli Asamblea de Álex Montoya
Crítica de Javier Ocaña en EL PAÍS acerca de la peli Asamblea de Álex Montoya
Crítica de Oti Rodríguez Marchante en el diario ABC sobre el filme Asamblea de Álex Montoya
Crítica de Oti Rodríguez Marchante en ABC sobre el filme Asamblea de Álex Montoya
 Así que ya saben, no se la pierdan, está en Filmin.


* * * * *


En estos días de confinamiento —con esa cualidad nebulosa de irrealidad protodistópica— me ha dado por poner un poco de orden en mis cuadernos, algunos antiquísimos.

Estaba revisando uno de ellos, uno feucho, de esos finitos con espiral a la izquierda, de cartoncito blandengue en la portada y con cincuenta hojas de papel milimetrado. Me preguntaba por su antiguedad y observo que tomé una nota reflexiva tras la lectura de una noticia en la prensa. ¡Por aquel entonces yo compraba el periódico en papel! 

Realizada la pertinente datación con carbono 14 resulta que el apunte corresponde... ¡al milenio pasado! Nada menos que al 4 de septiembre de 1999. 

Portada del diario EL PAÍS del día 4 de septiembre de 1999


Por entonces el diario EL PAÍS costaba 125 pesetas. 

Y aunque en aquellos días se hablaba del repliegue israelí en Cisjordania, de la guerra de los Balcanes, de los terribles crímenes sin resolver que se cometían en ciudad Juárez o de la preocupación que había por aquello tan presuntamente terrible del "efecto 2000" en los ordenadores, a mí lo que me llamó la atención y anoté en mi cuaderno aquel primer sábado de septiembre fue un suceso local, como puede verse en la siguiente foto:


Anotación manuscrita en uno de mis cuadernos
Anotación en uno de mis antiguos cuadernos

Me sigue dando yuyu...


* * * * *


Por cierto, aquí les dejo el trailer de Asamblea.



Saluti a tutti!

viernes, 8 de mayo de 2020

Haiku a la muerte de su padre.


Móvil silenciado. Me acomodo en el sillón, cierro los ojos y practico la respiración abdominal. Docenas de pájaros gorjean afuera.

Trato de no pensar en nada, de vaciar la mente. Cuesta, pero una vez que me relajo y consigo adormilar al primate neurótico que pervive en nuestros cerebros, me concentro en hacer emerger los primeros recuerdos de mi vida.

Tras unos minutos reconectando neuronas aparece nítido un momento que permanecía oculto en algún rincón.

Alimentando el cerebro


Debía tener cuatro años, vivíamos cerca de Madrid y había un caminito sin tráfico, pero asfaltado: una cuesta pronunciada. Papá me había comprado un cochecito de pedales. Lo sube hasta la cima, me alecciona para que sujete firmemente el volante sin girarlo hasta llegar abajo. Quizá ya entonces me llamaba con ese nombre cariñoso que me puso y que tanto me gustaba oír: Atitito. Me suelta y el coche se acelera. Corre a mi lado por si me escoro. La velocidad tremenda que adquiero con la bajada me provoca un subidón de adrenalina excitante y cuando al fin me detengo derrapando, grito:

—¡Otra vez, papá!

Jamás me cansaba de experimentar tan emocionante sensación. Se le atribuye a Aldous Huxley la frase de que la velocidad es el único placer genuinamente moderno. A mi padre le fascinaba la velocidad, ya fuera en coche, en moto… o en caída libre. Probablemente por eso se hizo paracaidista, aunque él era artillero. Ahora acude a mí el recuerdo de cuando fuimos —por aquella misma época— a la base aérea de Alcantarilla para ver uno de los saltos en paracaídas de papá. Me sorprendo excitado mirando al cielo, aguardando la aparición de mi padre.

¿Cómo lo vamos a reconocer, mamá?

Me ha dicho que llevará un pañuelo blanco atado en la bota derecha.

Entusiasmado sigo al avión con la mirada y me percato de que mi madre está muy asustada y no entiendo el motivo: mi padre es un superhombre al que nada malo puede ocurrirle. 

Recuerdo también cuando en una gasolinera cuatro hombres pelearon contra papá, yo estaba tranquilo confiado en que saldría victorioso, pero mi madre —aterrada— tocaba el claxon y gritaba pidiendo auxilio. Aquellos tipos se dieron a la fuga y mi padre al regresar al coche dijo:

Uno me ha mordido en la mano, voy a tener que ponerme la antirrábica.

Papá se marchó un año, a finales de los sesenta, a hacer un curso de especialista en misiles a los Estados Unidos. Cuando volvió nos trasladamos de Madrid a San Roque, porque su nuevo destino era en una unidad para la defensa del Estrecho de Gibraltar.

Ahora te estoy viendo con tus aletas y las gafas de bucear desapareciendo en el mar, hacia el Peñón. A veces tardas horas y mamá se asusta cuando va anocheciendo y no has regresado, pero siempre vuelves para cuidarnos. Como aquel día que mis hermanos y yo aguardábamos impacientes que transcurrieran dos horas para poder bañarnos o —aseguraban entonces— moriríamos horriblemente de un corte de digestión. Jugábamos en la misma orilla, osando internarnos en el mar lo suficiente como para poder llenar el cubo. Mi hermana menor perdió pie con el escalón del lecho marino donde empezaba la zona que cubre, cayó boca arriba haciendo el muerto y fue arrastrada velozmente por una corriente de agua.

Alarmado corrí pesadamente sobre la arena hacia la terraza donde los mayores tomaban café gritando:

¡Papá, Silvia se ha caído al agua!

No había recorrido la mitad del camino cuando mi padre se cruzó conmigo corriendo en sentido opuesto, se lanzó de cabeza a la corriente que arrastraba a la pequeña y cual Johnny Weissmüller la alcanzó y la sacó en brazos a la orilla.

Más que esas virtudes, lo que me ha fascinado siempre de mi padre es su sabiduría y su manera de ser tan espontánea y alegre.

Siendo bachiller las matemáticas parecían un arcano inaprensible para mí, pero se convertían en sencillos divertimentos cuando papá me las explicaba en casa.

En ocasiones, si veía a mi madre muy desanimada, sabía cómo cambiar su humor. Decía:

Prepárate, que nos vamos unos días de viaje.

Mi padre y yo fotografiados por mi madre en el verano de 1968, de camino al pantano de San Juan.
Mi padre y yo en el verano de 1968.

Tenía esos inesperados y agradecibles comportamientos espontáneos. Como aquella vez que me empeñé en ver el cielo nocturno y nos llevó a una montaña a treinta kilómetros de Madrid para contemplar las perseidas.

Estudié en un internado militar. Me expulsaron por mal comportamiento y bajo rendimiento académico. Pero yo estaba enamorado de una chica de allí, la que hoy es mi mujer. Ante mis ruegos, papá redactó un escrito recurriendo mi expulsión. Fui readmitido.

Málaga: no me arranca el coche. Le digo a mi mujer que voy a una cabina a telefonear a mi padre.

Llama a una grúa, ¿qué puede hacer tu padre?

¿Qué podía hacer? ¡Magia!

Siguiendo sus indicaciones puse punto muerto y desplacé un metro el coche… y entonces arrancó. 

Tampoco era un santo. En las celebraciones religiosas familiares, al igual que yo, se quedaba en las puertas de las iglesias fumando, hacíamos buen equipo.

Él un día dejó de fumar, sin ayudas ni lloriqueos. Y no le importaba que fumásemos ante él.

Tenía su reverso tenebroso que deliberadamente obviaré. 

Un par de defectos: era un malqueda con las despedidas, las evitaba. Tampoco quería entrar en los hospitales, decía que de allí sales con lo que no has entrado.

Me subleva pensar que tú, padre, siendo un personaje tan admirable para mí, como tantas personas mayores que habrán sido modelos fundamentales para otras, seáis ahora simples cifras insignificantemente desindividualizadas en unas groseras estadísticas de ancianos fallecidos por Covid-19.

Desearía ser Jorge Manrique y componer las Coplas por la muerte de su padre, pero en mi modestia de aficionado junta-letras en los tiempos del Twitter me conformaré con perpetrar este sencillo haiku:

Genio y figura,
hasta tu último adiós  fue
a la francesa.

La próxima semana es mi cumpleaños y por primera vez en medio siglo no me tirarás  delicadamente de los lóbulos para felicitarme… y nadie en este mundo volverá a llamarme Atitito.

Haiku a la muerte de su padre.


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