lunes, 11 de junio de 2012

En la Feria del Libro de Madrid con Antonio Muñoz Molina, again.


Desde hace unas semanas –cuando me enteré de que este año seguramente nos vamos a quedar sin vacaciones– planeé darme un gustazo. Y es que siempre he tenido el capricho de jugar al golf, pero jamás lo había hecho. En una ocasión me llegué al club más cercano a casa, pero cuando pregunté por los precios y me los detallaron se me fueron encogiendo las ganas. Con motivo, como digo, de mi disgusto por no tener vacaciones este año me dije: ahora o nunca, tonto, date al menos el capricho de tomar unas clases de golf.  

Dado que la cosa no está para excesos económicos anduve rebuscando en esas páginas web tan de moda que ofrecen importantes descuentos y al fin di con una oportunidad interesante: una clase de iniciación para toda la familia (la Sra. Maif, nuestos “peques” Óscar Jr. y Marta, et moi) por un precio bastante ajustadito. A primeros de mayo reservé las clases y para asegurar el éxito climatológico de la jornada decidí escoger la fecha del sábado 9 de junio (o sea, el cuarenta de mayo mismamente). Lo único malo es que hay que desplazarse hasta Madrid, 150 kilometritos de nada entre ida y vuelta.

Al enterarme de que mi admiradísimo Antonio Muñoz Molina iba a firmar ese finde en la Feria del Libro madrileña tuve claro el plan: el golf es de 11 a 12:30 y según salgamos de allí nos vamos al Retiro, donde AMM estará firmando hasta las dos.

Llegado el día nos levantamos tempranito y partimos en busca del lugar donde haremos las prácticas de golf. Sobrado que es uno, prescindo del GPS que se queda en casa –porque me gusta dejar siempre un poco de lugar para el suspense– y antes de salir miro en Google Maps el número de la salida de la M-50, luego la carretera que hay que seguir y por último intento memorizar las “horas” de las rotondas (la primera a las doce, la segunda a las nueve, etc) que conducen al lugar. Suele acontecer que cuando le dejas un poco de lugar al suspense, este se acomode y repanchingue en el mismo, como de hecho sucedió, así que llegamos con un cuarto de hora de retraso al curso. No hay problema: están acostumbrados a que la gente se pierda por esas latitudes y parece que lo tienen previsto.

Un joven y atlético instructor es el encargado de impartirnos las clases. Tras unas breves explicaciones teóricas allí nos plantamos con nuestros hierros para dar nuestros primeros golpes en tan molón deporte. Vamos lanzando las bolas con más voluntad que acierto mientras el instructor nos va corrigiendo la manera de agarrar el palo, la postura, el movimiento y demás detalles sobre la marcha. Enmendándonos según el superior criterio del profe conseguimos ir levantando mejor nuestras bolas que son cada vez más precisas, lo cual no quita que de vez en cuando le atices al suelo o te salga una pelota vergonzosamente rasa.
Un par de cubos de bolas lancé, caray, al final de tanto meneo casi me disloco la cadera, así que el instructor nos cambia los hierros por los putter y nos lleva a la zona de prácticas de green.
Clases de golf

Nuevas explicaciones y a practicar ya lanzando al hoyo, que es más diver. Cuando hubimos practicado bastante cerramos el curso de iniciación con un mini torneo: padre vs hijos.

El último tanto de la competición lo jugué yo. Había dejado la bola a un metro escaso del hoyo. Si la metía empatábamos, pero si fallaba habíamos perdido. Le doy y me quedo a cuatro o cinco centímetros del objetivo. El instructor y mi señora me lanzan miradas aprobatorias, como diciendo: se te ha notado un poco, pero has hecho bien en dejar ganar a los chicos, eres un buen padre. Les envío un disimulado guiño como dando a entender que efectivamente he fallado a propósito, lo cual es incierto, pero al menos minimiza mi vergüenza por tan penoso golpe.

Al abandonar las instalaciones deportivas estuvieron comentando los chicos cuánto les había gustado la experiencia (a mi señora me parece que le gustó más el instructor que el propio golf). Sólo entonces nos damos cuenta de lo tarde que es: nos hemos retrasado bastante y encima he aparcado en el quinto pino. Según vamos entrando en Madrid se hace evidente de que de ninguna manera vamos a llegar al Retiro antes de las dos, mierda. Así que se impone un cambio de planes, comer en Madrid y esperar a la tarde para ir a por ese ejemplar dedicado por el autor de «Nada del otro mundo» por el que llevo suspirando desde que salió a la venta hace unos meses. Desde entonces me estoy reservando voluntariosamente esta recompensa para la Feria del Libro.

Ops, me percato de que me voy a perder las clasificaciones de la Fórmula 1, mecachis. Telefoneo a mi padre y le pregunto si le importaría grabármelas. Accede gustoso.

Recientemente busqué en internet la receta del pollo al estilo Kentucky y entre las muchas que vi seleccioné la que me pareció más convincente, me la imprimí y nos pusimos madame Maif y yo a ponerla en práctica. Resultó harto laboriosa y nos llevó mucho tiempo, pero el resultado mereció la pena. Ahora, teniendo que buscar un sitio para comer, se me ocurre ir a un KFC, propuesta que inmediatamente es aprobada por unanimidad.

Al acabar con el crujiente pollo me conecto con el móvil a internet para buscar el horario exacto de firmas de por la tarde de AMM y la caseta. ¡Ostras, no empieza hasta las siete! Así que –¡como me temía!– para rellenar tiempo, la parte femenina de mi comando terrorífico propone ir de compras. Se produce un empate en la votación, pero el voto de calidad de la jefa impone que vayamos de tiendas a menear trapitos (aunque Osquitar y yo nos escaqueamos en un local de videojuegos durante un buen rato).
En el estanque del Retiro camino a la Feria del Libro
En el Retiro antes de ir a la Feria del Libro

Con el maletero lleno de ropa veraniega partimos por fin hacia el Retiro. Como queda bastante tiempo hasta las siete nos damos un paseo por el estanque y después nos ponemos a patearnos casetas.  Hacemos una pausa sentándonos en un banco mientras nos comemos unos helados para reponer fuerzas. A Marta se le cae un gran trozo de chocolate que desaparece misteriosa e incomprensiblemente.

Óscar Jr. es el primero en comprarse un libro. Marta iba buscando un título en concreto pero acaba comprándose otro. La señora Maif no busca ninguno porque aún no se ha empezado el último de Almudena Grandes y ahora trabaja doce horas diarias.
Mientras camino una joven me da un tetazo en la espalda y encima se disculpa: no te preocupes, mujer, no pasa nada. Un rato después un señor mayor me pisa un pie. También se disculpa: ya podía mirar usted por dónde anda, le recrimino con desabrida expresión.

Se van acercando las siete y Marta sigue buscando su inencontrable libro. Nos detenemos en una caseta en la que se supone que lo tienen y mientras preguntan por él yo me quedo mirando a una escritora que está a un metro de mí firmando. Bueno, lo de que está firmando es un decir porque en los minutos que estuve ahí no firmó un solo libro. Me pareció una mujer muy hermosa, miré el nombre de su cartel y la verdad es que no me sonaba de nada: Maha Akhtar.

Le pregunto discretamente a la Sra. Maif si tiene idea de quién es esa individua y me dice que es la nieta de una paisana suya que se casó con el maharajá de Kapurthala. Me imagino que me está vacilando, dado que la mujer tiene ciertamente una belleza oriental con una piel acaramelada muy apetecible, pero luego compruebo que es cierto. Al parecer en la boda de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg en Madrid el ‘majara’ ese conoció a la cantante malagueña de cuplés Anita Delgado y se enamoró de ella. Le propuso matrimonio y aunque en principio lo rechazó, el maharajá insistió vía epistolar desde París y acabó aceptando. La carta de aceptación, mal redactada, la corrigió y la reescribió don Ramón María del Valle-Inclán.

Bien, pues la tal Maha Akhtar es la nieta de Anita, que es bailaora de flamenco, vive entre Nueva York y Sevilla y en la Feria presentaba su tercer libro.

Marta al final compró otro libro distinto al que iba buscando, pese a que allí lo tenían. ¡Mujeres!

Y no podía faltar mi clásico episodio de despiste. Nos vamos por fin hacia la caseta 68 donde firma Antonio y de camino le comento a mi señora:

Pues creo que esta tarde también firma Elvira Lindo

Me mira con cara de conmiseración y me dice:

¿De verdad no te has dado cuenta de que te la acabas de cruzar ahora mismo?

Me giro hacia atrás y, demonios, efectivamente acaba de pasar a mi lado y la veo dirigirse con elegantes andares hacia su lugar de firmas. No tengo remedio.

Al llegar a la caseta de Antonio ya hay una pequeña cola formada y miro inquisitivamente a los que me preceden imaginando que alguno de ellos bien pudiera ser gente a la que tanto he leído en el blog de AMM. Mi hija se pone a mi lado porque no quiere perderse mi encuentro con Antonio, sabe que es mi escritor favorito y se burla de mí por mi frikismo muñozmoliniano ( me he leído casi-casi todo cuanto ha escrito).
–¿Tú crees que te va a conocer?
 
–Conocerme seguro que no me conoce, pero espero que cuando le diga mi nombre para la dedicatoria le suene de haber participado alguna vez en su blog.
 
–Ya, claro –me vacila– ¿Tú crees que un escritor tan ocupado se puede acordar de todos los frikis que publican comentarios en su blog?
Me deja un poco planchado porque su razonamiento parece intachable.

Me va llegando el turno en la fila y nos colocamos estratégicamente. Osquitar en plan Paparazzo busca una posición para tirar algunas fotos con el móvil, Marta a mi lado para no perderse la vergonzosa escena de como Muñoz Molina me despacha con rapidez e indiferencia, y la Sra. Maif muy cerca tras de mí en plan «La fiera de mi niña» porque el trozo de chocolate del helado que se le cayó a Marta mientras descansábamos en un banco ya ha aparecido: justo en mis pantalones claros a la altura del culo en forma de gran mancha marrón.
En la Feria del Libro de Madrid con Antonio Muñoz Molina
En la Feria del Libro de Madrid con Antonio Muñoz Molina
En la Feria del Libro de Madrid con Antonio Muñoz Molina
En la Feria del Libro de Madrid con Antonio Muñoz Molina

Me planto frente a Antonio y le tiendo el ejemplar recién adquirido de «Nada del otro mundo», me mira, me dice que qué tal, toma el boli para hacerme la dedicatoria y me pregunta mi nombre. Al decírselo levanta la cabeza sorprendido, hace un gesto inequívoco de alegría y amistad (creo que dijo: “Hombreeeee”), suelta el boli, se incorpora sonriente y me tiende la mano cordialmente. Como soy bien mandado aprovecho rápido para transmitirle recuerdos de Sap nada más estrecharle la mano y antes de hacerme la dedicatoria me cuenta un poco sobre los relatos que se recogen en el libro, porque le confieso que aún no he leído ningún relato suyo (aunque «Sefarad» también podría considerarse una colección de relatos magistrales con un hilo común, pienso ahora). Me firma y me despido rápido un poco avergonzado por haber incrementado la longitud de la fila. Le digo lo que fuera de contexto parecería una obviedad y un formulismo: “Encantado de saludarte”, pero que en este caso es literalmente así, salgo encantado cuando mi hija me va diciendo:
–¡Ostras, papa, es cierto que se acuerda de ti!
Y mi mujer irónica:
–Míralo, más feliz que una perdiz porque lo ha reconocido su amiguito del alma, anda bájate la camiseta y oculta esa mancha que parece que te lo has hecho encima.
Y así, agotados por el golf y por las caminatas entre libros, nos marchamos a descansar en nuestro hogar. Me pasé por casa de mis padres para ver la Fórmula 1 y por fin me retiré a mis aposentos tranquilamente con mi preciado libro de relatos, que como lector malcriado que soy empiezo por el final, por «El miedo de los niños».

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