Móvil silenciado. Me acomodo en el sillón, cierro los ojos y
practico la respiración abdominal. Docenas de pájaros gorjean afuera.
Trato de no pensar en nada, de vaciar la mente. Cuesta, pero
una vez que me relajo y consigo adormilar al primate neurótico que pervive en
nuestros cerebros, me concentro en hacer emerger los primeros recuerdos de mi
vida.
Tras unos minutos reconectando neuronas aparece nítido un momento
que permanecía oculto en algún rincón.
Debía tener cuatro años, vivíamos cerca de Madrid y había
un caminito sin tráfico, pero asfaltado: una cuesta pronunciada. Papá me había
comprado un cochecito de pedales. Lo sube hasta la cima, me alecciona para
que sujete firmemente el volante sin girarlo hasta llegar abajo. Quizá ya
entonces me llamaba con ese nombre cariñoso que me puso y que tanto me
gustaba oír: Atitito. Me suelta y el
coche se acelera. Corre a mi lado por si me escoro. La velocidad tremenda que adquiero
con la bajada me provoca un subidón de adrenalina excitante y cuando al fin me
detengo derrapando, grito:
—¡Otra vez, papá!
Jamás me cansaba de experimentar tan emocionante sensación.
Se le atribuye a Aldous Huxley la frase de que la velocidad es el único placer
genuinamente moderno. A mi padre le fascinaba la velocidad, ya fuera en coche, en
moto… o en caída libre. Probablemente por eso se hizo paracaidista, aunque él era
artillero. Ahora acude a mí el recuerdo de cuando fuimos —por aquella misma
época— a la base aérea de Alcantarilla para ver uno de los saltos en paracaídas
de papá. Me sorprendo excitado mirando al cielo, aguardando la aparición de mi
padre.
—¿Cómo lo vamos a reconocer, mamá?
—Me ha dicho que llevará un pañuelo blanco atado en la bota derecha.
—Me ha dicho que llevará un pañuelo blanco atado en la bota derecha.
Entusiasmado sigo al avión con la mirada y me percato de que
mi madre está muy asustada y no entiendo el motivo: mi padre es un superhombre
al que nada malo puede ocurrirle.
Recuerdo también cuando en una gasolinera cuatro hombres
pelearon contra papá, yo estaba tranquilo confiado en que saldría victorioso,
pero mi madre —aterrada— tocaba el claxon y gritaba pidiendo auxilio. Aquellos
tipos se dieron a la fuga y mi padre al regresar al coche dijo:
—Uno me ha mordido en
la mano, voy a tener que ponerme la antirrábica.
Papá se marchó un año, a finales de los sesenta, a hacer un
curso de especialista en misiles a los Estados Unidos. Cuando volvió nos
trasladamos de Madrid a San Roque, porque su nuevo destino era en una unidad
para la defensa del Estrecho de Gibraltar.
Ahora te estoy viendo con tus aletas y las gafas de bucear desapareciendo
en el mar, hacia el Peñón. A veces tardas horas y mamá se asusta cuando va
anocheciendo y no has regresado, pero siempre vuelves para cuidarnos. Como
aquel día que mis hermanos y yo aguardábamos impacientes que transcurrieran dos
horas para poder bañarnos o —aseguraban entonces— moriríamos
horriblemente de un corte de digestión. Jugábamos en la misma orilla, osando internarnos
en el mar lo suficiente como para poder llenar el cubo. Mi hermana menor perdió
pie con el escalón del lecho marino donde empezaba la zona que cubre, cayó boca
arriba haciendo el muerto y fue arrastrada velozmente por una corriente de
agua.
Alarmado corrí pesadamente sobre la arena hacia la terraza donde
los mayores tomaban café gritando:
—¡Papá, Silvia se ha
caído al agua!
No había recorrido la mitad del camino cuando mi padre se
cruzó conmigo corriendo en sentido opuesto, se lanzó de cabeza a la corriente
que arrastraba a la pequeña y cual Johnny
Weissmüller la alcanzó y la sacó en brazos a la orilla.
Más que esas virtudes, lo que me ha fascinado siempre de mi
padre es su sabiduría y su manera de ser tan espontánea y alegre.
Siendo bachiller las matemáticas parecían un arcano
inaprensible para mí, pero se convertían en sencillos divertimentos cuando papá
me las explicaba en casa.
En ocasiones, si veía a mi madre muy desanimada, sabía cómo
cambiar su humor. Decía:
—Prepárate, que nos vamos unos días de viaje.
Mi padre y yo en el verano de 1968. |
Tenía esos inesperados y agradecibles comportamientos
espontáneos. Como aquella vez que me empeñé en ver el cielo nocturno y nos
llevó a una montaña a treinta kilómetros de Madrid para contemplar las perseidas.
Estudié en un internado militar. Me expulsaron por mal
comportamiento y bajo rendimiento académico. Pero yo estaba enamorado de una chica
de allí, la que hoy es mi mujer. Ante mis ruegos, papá redactó un escrito
recurriendo mi expulsión. Fui readmitido.
Málaga: no me arranca el coche. Le digo a mi mujer que voy a
una cabina a telefonear a mi padre.
—Llama a una grúa, ¿qué puede hacer tu padre?
¿Qué podía hacer? ¡Magia!
Siguiendo sus indicaciones puse punto muerto y desplacé un
metro el coche… y entonces arrancó.
Tampoco era un santo. En las celebraciones religiosas
familiares, al igual que yo, se quedaba en las puertas de las iglesias fumando,
hacíamos buen equipo.
Él un día dejó de fumar, sin ayudas ni lloriqueos. Y no le importaba
que fumásemos ante él.
Tenía su reverso tenebroso que deliberadamente obviaré.
Un par de defectos: era un malqueda con las despedidas, las evitaba.
Tampoco quería entrar en los hospitales, decía que de allí sales con lo que no
has entrado.
Me subleva pensar que tú, padre, siendo un personaje tan
admirable para mí, como tantas personas mayores que habrán sido modelos
fundamentales para otras, seáis ahora simples cifras insignificantemente
desindividualizadas en unas groseras estadísticas de ancianos fallecidos por Covid-19.
Desearía ser Jorge Manrique y componer las Coplas por la muerte de su padre, pero en mi modestia de aficionado junta-letras en los tiempos del Twitter me conformaré con perpetrar este sencillo haiku:
Desearía ser Jorge Manrique y componer las Coplas por la muerte de su padre, pero en mi modestia de aficionado junta-letras en los tiempos del Twitter me conformaré con perpetrar este sencillo haiku:
Genio y figura,
hasta tu último adiós fue
a la francesa.
hasta tu último adiós fue
a la francesa.
La próxima semana es mi cumpleaños y por primera vez en medio
siglo no me tirarás delicadamente de los
lóbulos para felicitarme… y nadie en este mundo volverá a llamarme Atitito.
Ese artillero, paracaidista, espontáneo e invencible, es el mismo padre que vive en mis recuerdos. Quijote sin molinos, cabalgando a 250km/h en la kawa, viviendo a tope y transmitiendo pasiones con sus actitudes ...
ResponderEliminarOh cuán afortunados hemos sido de tenerle como padre.