viernes, 8 de mayo de 2020

Haiku a la muerte de su padre.


Móvil silenciado. Me acomodo en el sillón, cierro los ojos y practico la respiración abdominal. Docenas de pájaros gorjean afuera.

Trato de no pensar en nada, de vaciar la mente. Cuesta, pero una vez que me relajo y consigo adormilar al primate neurótico que pervive en nuestros cerebros, me concentro en hacer emerger los primeros recuerdos de mi vida.

Tras unos minutos reconectando neuronas aparece nítido un momento que permanecía oculto en algún rincón.

Alimentando el cerebro


Debía tener cuatro años, vivíamos cerca de Madrid y había un caminito sin tráfico, pero asfaltado: una cuesta pronunciada. Papá me había comprado un cochecito de pedales. Lo sube hasta la cima, me alecciona para que sujete firmemente el volante sin girarlo hasta llegar abajo. Quizá ya entonces me llamaba con ese nombre cariñoso que me puso y que tanto me gustaba oír: Atitito. Me suelta y el coche se acelera. Corre a mi lado por si me escoro. La velocidad tremenda que adquiero con la bajada me provoca un subidón de adrenalina excitante y cuando al fin me detengo derrapando, grito:

—¡Otra vez, papá!

Jamás me cansaba de experimentar tan emocionante sensación. Se le atribuye a Aldous Huxley la frase de que la velocidad es el único placer genuinamente moderno. A mi padre le fascinaba la velocidad, ya fuera en coche, en moto… o en caída libre. Probablemente por eso se hizo paracaidista, aunque él era artillero. Ahora acude a mí el recuerdo de cuando fuimos —por aquella misma época— a la base aérea de Alcantarilla para ver uno de los saltos en paracaídas de papá. Me sorprendo excitado mirando al cielo, aguardando la aparición de mi padre.

¿Cómo lo vamos a reconocer, mamá?

Me ha dicho que llevará un pañuelo blanco atado en la bota derecha.

Entusiasmado sigo al avión con la mirada y me percato de que mi madre está muy asustada y no entiendo el motivo: mi padre es un superhombre al que nada malo puede ocurrirle. 

Recuerdo también cuando en una gasolinera cuatro hombres pelearon contra papá, yo estaba tranquilo confiado en que saldría victorioso, pero mi madre —aterrada— tocaba el claxon y gritaba pidiendo auxilio. Aquellos tipos se dieron a la fuga y mi padre al regresar al coche dijo:

Uno me ha mordido en la mano, voy a tener que ponerme la antirrábica.

Papá se marchó un año, a finales de los sesenta, a hacer un curso de especialista en misiles a los Estados Unidos. Cuando volvió nos trasladamos de Madrid a San Roque, porque su nuevo destino era en una unidad para la defensa del Estrecho de Gibraltar.

Ahora te estoy viendo con tus aletas y las gafas de bucear desapareciendo en el mar, hacia el Peñón. A veces tardas horas y mamá se asusta cuando va anocheciendo y no has regresado, pero siempre vuelves para cuidarnos. Como aquel día que mis hermanos y yo aguardábamos impacientes que transcurrieran dos horas para poder bañarnos o —aseguraban entonces— moriríamos horriblemente de un corte de digestión. Jugábamos en la misma orilla, osando internarnos en el mar lo suficiente como para poder llenar el cubo. Mi hermana menor perdió pie con el escalón del lecho marino donde empezaba la zona que cubre, cayó boca arriba haciendo el muerto y fue arrastrada velozmente por una corriente de agua.

Alarmado corrí pesadamente sobre la arena hacia la terraza donde los mayores tomaban café gritando:

¡Papá, Silvia se ha caído al agua!

No había recorrido la mitad del camino cuando mi padre se cruzó conmigo corriendo en sentido opuesto, se lanzó de cabeza a la corriente que arrastraba a la pequeña y cual Johnny Weissmüller la alcanzó y la sacó en brazos a la orilla.

Más que esas virtudes, lo que me ha fascinado siempre de mi padre es su sabiduría y su manera de ser tan espontánea y alegre.

Siendo bachiller las matemáticas parecían un arcano inaprensible para mí, pero se convertían en sencillos divertimentos cuando papá me las explicaba en casa.

En ocasiones, si veía a mi madre muy desanimada, sabía cómo cambiar su humor. Decía:

Prepárate, que nos vamos unos días de viaje.

Mi padre y yo fotografiados por mi madre en el verano de 1968, de camino al pantano de San Juan.
Mi padre y yo en el verano de 1968.

Tenía esos inesperados y agradecibles comportamientos espontáneos. Como aquella vez que me empeñé en ver el cielo nocturno y nos llevó a una montaña a treinta kilómetros de Madrid para contemplar las perseidas.

Estudié en un internado militar. Me expulsaron por mal comportamiento y bajo rendimiento académico. Pero yo estaba enamorado de una chica de allí, la que hoy es mi mujer. Ante mis ruegos, papá redactó un escrito recurriendo mi expulsión. Fui readmitido.

Málaga: no me arranca el coche. Le digo a mi mujer que voy a una cabina a telefonear a mi padre.

Llama a una grúa, ¿qué puede hacer tu padre?

¿Qué podía hacer? ¡Magia!

Siguiendo sus indicaciones puse punto muerto y desplacé un metro el coche… y entonces arrancó. 

Tampoco era un santo. En las celebraciones religiosas familiares, al igual que yo, se quedaba en las puertas de las iglesias fumando, hacíamos buen equipo.

Él un día dejó de fumar, sin ayudas ni lloriqueos. Y no le importaba que fumásemos ante él.

Tenía su reverso tenebroso que deliberadamente obviaré. 

Un par de defectos: era un malqueda con las despedidas, las evitaba. Tampoco quería entrar en los hospitales, decía que de allí sales con lo que no has entrado.

Me subleva pensar que tú, padre, siendo un personaje tan admirable para mí, como tantas personas mayores que habrán sido modelos fundamentales para otras, seáis ahora simples cifras insignificantemente desindividualizadas en unas groseras estadísticas de ancianos fallecidos por Covid-19.

Desearía ser Jorge Manrique y componer las Coplas por la muerte de su padre, pero en mi modestia de aficionado junta-letras en los tiempos del Twitter me conformaré con perpetrar este sencillo haiku:

Genio y figura,
hasta tu último adiós  fue
a la francesa.

La próxima semana es mi cumpleaños y por primera vez en medio siglo no me tirarás  delicadamente de los lóbulos para felicitarme… y nadie en este mundo volverá a llamarme Atitito.

Haiku a la muerte de su padre.


1 comentario:

  1. Ese artillero, paracaidista, espontáneo e invencible, es el mismo padre que vive en mis recuerdos. Quijote sin molinos, cabalgando a 250km/h en la kawa, viviendo a tope y transmitiendo pasiones con sus actitudes ...
    Oh cuán afortunados hemos sido de tenerle como padre.

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