Adentrándose en terreno desconocido
Una historia de terror a lo Black Mirror
Vengo hoy a compartir con vosotros una situación de auténtica película de miedo —de las buenas, terror psicológico en estado puro, no de esas de sustitos— que me aconteció la otra noche en los mundos virtuales. Algo en la línea de los capítulos aquellos de 'Alfredico': Alfred Hitchcock Presenta.
Ese tipo de horror como el que sientes cuando te descubres
repentinamente fumando —sin darte cuenta cómo— después de llevar años
luchando contra la tentación del tabaco... qué mal rato hasta que te
despiertas y te cercioras de que se trataba de una pesadilla...
Uso las gafas de realidad virtual Oculus Quest 2 a modo de recompensa reforzante para premiarme a mí mismo cuando soy productivo física o intelectualmente. La otra noche llegó uno de esos momentos de gozar del merecido azucarillo y al ajustarme los v-lupos decidí que ese día exploraría por vez primera un espacio virtual social. ¡Viva la aventura!
Dicho
y hecho. Pese a mi timidez e insociabilidad busqué una app de esas
sociales gratuita, la descargué e instalé en un periquete.
Iba a
estrenar en público mi presencia virtual luciendo el avatar que al
efecto confeccionó mi hijo nada más comprarme las Oculus Quest 2 (es
tradición, desde que era un crío me hizo mi primer avatar para la Wii y
así desde entonces en todos los ciberaparatillos, se le da muy bien).
No menos cierto resulta que yo tuneé ligeramente el muñeco que
modeló mi heredero dotándolo de un poco más de cabello, algo más de
altura y aligerándolo un poco de cintura; que tanta verosimilitud
tampoco la considero necesaria ni siquiera virtuosa.
Entré en una
especie de enorme espacio chulísimo a mitad de camino entre centro
comercial y multicines enorme: una especie de arquitectura híbrida entre
el Kinépolis de la Ciudad de la Imagen y el Cinesa Nassica de Getafe.
Miré hacia arriba y el techo de cristal estaba altísimo y dejaba ver
algunos rascacielos a lo lejos en la ciudad.
Primero recorrí el
amplio pasillo principal a cuyos lados había salas con espectáculos,
ignorando en un primer momento a toda la gente hasta que lograra
ubicarme un poco en aquel espacio virtual desconocido.
Había un teatro en
el que exhibían algún tipo de espectáculo de baloncesto. Pasé de largo.
Luego vi otro de un monologuista. Sentí la llamada de la comedia y
entré a husmear un poco. El sitio era una chulada, un poco como el
Teatro Real de Aranjuez en modelno, con sus zonas de palco a las
que se accedía por un ascensor. Estuve un rato mirando, había público
asistiendo al show, pero parecía en general que la gente estaba más
interesada en socializar: en la platea no hay butacas sino que es más
rollo festival de Glastonbury.
Salí de allí y entré en la sala
que estaba justo en frente, donde había un concierto de música
modernilla a cargo de una joven. Comprobé que la sala era igual en
diseño a aquella otra que acababa de abandonar. Subí al palco —donde
había menos gente— y recorrí todo aquello sin prestar mucha atención a
la muchacha que en el escenario se esmeraba rasgando las cuerdas de su
guitarra eléctrica. Observé que ahí la gente también estaba más por la
labor de charlar y ligotear en el patio de butacas (sin butacas) que a
otra cosa.
Abandoné el lugar y volví a deambular por la poblada
galería principal en busca de un nuevo entretenimiento que me atrajera
hacia una de las salas. En una proyectaban una especie de docu-tutorial sobre
realidad virtual y me metí allí. El diseño era como el de las otras
salas. Sabiendo ya de su estructura me fui a la parte más alta por estar
solito, pero cuando llegué había allí una pareja que parecía intimar
mucho y prudente y educadamente me aparté a una esquina más remota.
Pese
a ello vino hacia mí una joven de pelo moreno, se paró a mi lado. La
miré y es un poco inquietante porque yo estaba sentado tranquilamente en
mi casa, solitario, de madrugada y de pronto estaba socializando y una
muchacha se me quedaba mirando y se giró para mirarme de frente, yo hice
lo propio con ella y de repente estaba interactuando con una persona
real en un espacio sin dimensiones pero que parecía absolutamente
verídico. Yo entré con los cascos y el micrófono conectado, o sea que en
todo momento cuando me acercaba a los corrillos de personas congregadas
escuchaba sus conversaciones perfectamente (al alejarte se iba oyendo
menos y al acercarte se oía mejor, claro). Como la joven se situó tan
próxima a mí la escuché perfectamente cuando me preguntó:
—You speak German?
Caray,
qué impresión de experiencia... en un lugar del ciberespacio estamos
reunidos gentes de todo el mundo, aburridotes, con ganas de vivir alguna
experiencia, pero ni podía imaginar que sería tan realista y casi me
avergonzaría tanto como una en el mundo exterior...
—No, sorry.
Vi que movía sus manos expresando un gesto de fastidio universal y entonces me dijo:
—Speak French?
—Oui, un peu...
Pero
inmediatamente me di cuenta de que su voz era la voz de una niña, no la
de una mujer, así que rápidamente dejé de mirarla y me puse a atender a
la pantalla en la que se proyectaba la peli. Desairada como una adulta
la muchacha no tardó mucho en marcharse de mi lado.
Después de
dar un rule rápido por varias salas (por desgracia no había ninguna
exposición artística, que es lo que me hubiera apetecido más) decidí ir
al pasillo principal de aquel lugar, a la parte central donde aparecían
los recién llegados y donde más gente se reunía.
Iba moviéndome
(ya le estaba pillando el tranquillo a aquello) ágilmente entre la gente
y de pronto una chica rubia de ojos azules se ma quedó mirando
descaradamente. Dioxxx, estaba sonrojadillo detrás de mis gafash, qué
atrevimiento el de aquella joven, qué impresión causa, que auténtico se
siente... ¡llevo años sin que me vean las jovencitas! Y ahora una
hermosa rubia de ojos azules parecía estar coqueteando conmigo
haciéndome señas (ella tenía el micro desactivado). Se colocó justo
frente a mí, muy cerquita, y extendió sus manos hacia mi cuerpo.
Me
dio la impresión de que quería chocar su puño contra el mío en plan saludo moderno. No me leí las instrucciones, pero vi por encima que
había algún gesto parecido que se podía hacer para añadir a alguien como
amigo. Así que choqué mi puño con el suyo y tras el impacto saltó como
confeti virtual, fue muy chocante y gracioso, así que volví a hacerlo un
par de veces más.
A mí esa hermosa desconocida que de pronto se
me quedaba mirando y gesticulando con tanto descaro me estaba
consiguiendo azorar y no es menos cierto que mi autoestima estaba
viniéndose muy muy arriba: ¡qué gustazo volver a ser visible para las jóvenes hermosas tras lustros de absoluta invisibilidad!
La atrevida rubia empezó a hacer manitas
conmigo y yo —normalmente— no me achico si una belleza de ojos azules y
cabellos dorados coquetea conmigo, así que empecé también a tontear con
las manos, juntándolas, poniendo el pulgar hacia arriba mirándola a los
ojos, poniendo las manos como si fueran una pistola y disparando al
aire.
Estaba tan a gusto con ese tonteo que me dio por hacer ese
jueguecito infantil de chocar las manos al ritmo de la música (ella
podía escucharme, pero la belleza nórdica tenía silenciado su micrófono)
y empecé a chocar las manos yo mismo y luego con ella entonando aquel
clásico:
—Mai sei for yuti, tú eres alta, mai sei for yuti, tú eres tú, badabadú...
La rubia, divertida, intentaba seguirme el rollo y con entusiasmo buscaba nuevas maneras de interactuar conmigo.
Repentinamente
sentí un frío gélido recorriendo mi espalda. Aquel entusiasmo... esa
energía... tanto divertimento ante una tontadita... se me encendió la
alarma como si estuviera en un submarino a punto de hundirse. Y entonces
y solo en aquel momento me fijé con interés en el nombre de la rubia:
un nombre inglés normal, como cualquier otro, y el apellido tampoco
decía nada especial, peeeroooooooo... me fijé en el numerito que tenía
detrás su nickname.
Cero nueve. ¿Cero y nueve?...
¡¡¡Mierda, joder: 09!!! ¿Esa muchachita rubia adorable habría nacido en el año... 2009? ¡¡¡Entonces tendría once años!!!
Qué
horror, me vino un ataque de ansiedad y pánico, me sentía
increíblemente sucio e inusualmente idiota... ¿estaba ciberflirteando
con una nena de once añitos?
Ante la duda —abochornado, cual si
llevara una asquerosa gabardina virtual sin nada debajo— pulsé
apresuradamente el botón de apagado de las gafas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario