Desde la treintena empecé a asustarme al escuchar hablar de esa prueba que en unos años debe hacerse cualquier varón: el tacto rectal, el examen de próstata.
Llegada la edad adecuada me fui haciendo el loco y disimulando, posponiendo el asunto cuanto pude, pero llegó un momento en el que no se podía demorar más el tema y al fin acudí, con todo el susto del mundo.
Y, oye, sí, fue un poco humillante, algo molesto y doloroso, pero rapidito y tan simple que todos esos miedos previos durante años resultaban absurdos e injustificados para lo que fue en realidad.
Creí yo entonces inocentemente que mis miedos para con la medicina y los actos de enfermería habían sido superados. ¡Ja!
Ya me fastidió bastante enterarme, poco después de mi examen prostático de que dicha prueba era ineficaz e innecesaria. Pero lo que me terminó de fastidiar fue cuando me tuve que hacer una PCR para ver si tenía coronavirus: esa prueba en la que te incrustan un puto palito hasta el mismísimo cerebro y te lloran los ojos y sientes ganas de estornudar y darle un puñetazo a quien está empujando el palito dichoso tanto rato y con tanta fuerza como si fuera un jodido picador en Las Ventas.
Madre mía, qué prejuicios tan tontos tenemos...
¡Ojalá el test del covid se hiciera metiendo un dedo por el culo!
:-)
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