domingo, 17 de febrero de 2013

El bichejo que emergió de mis sueños

Todos hemos podido experimentar en alguna ocasión –¡con asombro!– ese curioso fenómeno por el cual algo que sucede en el mundo exterior lo terminamos incorporandos a nuestros sueños. Es algo raro e inquietante, pero sabemos que sucede.

La otra mañana estaba yo tan a gustito soñando, cuando de repente un bicharraco volador empezó a golpearse en su torpe vuelo contra mi nuca, y lo hacía repetidamente, persiguiéndome, como esas moscas idiotas que entran en un bucle perpetuo de chocarse contra un cristal, llegó a hacerlo cuatro o cinco veces.

En ese momento me desperté, pero no con ese alivio que se siente al despertar de una pesadilla, sino más bien con un desasosiego como sospechando que nos hallásemos ante un caso de haber incorporado a un sueño algo que ha ocurrido realmente en la habitación en la que duermo.

Dada mi primitiva fobia a los bichos soy bastante cuidadoso de que no entren insectos en la habitación, las ventanas están "protegidas" por tupidas redecillas disuasorias, pero nunca se sabe, así que hice una inspección visual del dormitorio en busca de la indeseada presencia de algún posible insecto volador. Nada de qué preocuparse y sin embargo no me quedé muy convencido.

A lo largo de esa mañana de sábado no pude evitar preguntarle discretamente a mi mujer. 

– Oye, ¿tú esta mañana has intentado en algún momento despertarme dándome unos golpecitos con el dedo en la nuca?

Se me quedó mirando con perplejidad y me dijo que, claro, que no tenía ella nada mejor que hacer que eso. Así que, aunque no sacó el cartel de "ironía", entendí que ella no había tenido nada que ver con mi  desconcertante y prematuro despertar de aquel día.

Y ahí quedó la cosa, aunque yo seguí con la turbadora idea de que de verdad un insecto gordo chocó contra mi cabezota (que no tiene mucho que envidiar en cuanto a consistencia y volumen perimetral a la del entrenador interino del Barça: Jordi Roura).

***

En la tarde del jueves me hallaba tan tranquilitamente sentado frente al monitor del ordenador intentando lidiar con los varios cursos MOOC que realizo simultáneamente, cuando de repente, por detrás mío, a mi derecha, se escucha un perturbador zumbido provocado por el veloz aleteo de un insecto volante no identificado, el cual –absurdamente– cruza frente a mí para ir a impactar contra el monitor, pero pese a sonar un repugnante crujido como a roto, el bicho remontó de nuevo su sonoro vuelo en otra dirección. El insecto era casi del tamaño de un moscardón, pero lucía un color y "textura" de mantis. Se me puso la piel de gallina.
En estos casos suelo reaccionar nerviosa y cobardemente, como Woody Allen en la célebre secuencia de «Annie Hall» con las langostas en la cocina. 

Sali corriendo y tomé rápidamente del mueble bajo el fregadero un bote de insecticida. Crucé el pasillo velozmente como un relevista olímpico, con mi spray en la mano cual testigo, y me encerré valientemente en mi habitación: yo contra la bestia, como un torero que se enfrentara él solo contra seis toros seis.

De acuerdo: yo soy unas diez mil veces más grande y robusto que el insecto y vengo armado además con un arsenal químico, pero así es la vida (y él tiene superpoderes de los que yo carezco: puede volar). Empecé a seguir –a una prudente distancia– el vuelo del espeluznante  bichejo verde rociándolo sin descanso. Casi agotado el spray y en vista de que el bichejo no cesaba en su torpe vuelo miré el bote de insecticida por si había cogido el de "rastreros" en vez del de "alados" y cuál no sería mi sorpresa y decepción al comprobar que acababa de vaciar un inocuo ambientador.

En estas que entra mi señora a la habitación, olfatea –arrugando la nariz y echando la cabeza para atrás resoplando– mira mi mano con el spray, y me pregunta (sin necesidad de nuevo de mostrar el cartel de "ironía"):

– ¿No crees que se te ha ido un poco la mano?

– Es que creía que era insecticida y quería matar a ese bicho–
y señalo la cortina donde se acaba de posar.

– Pues vaya despedicio más tonto–
dijo, enarcando las cejas en su clásico mohín de "Dios mío, qué paciencia hay que tener", mientras se acercaba, zapatilla en mano, al bichejo y lo mandaba al cielo de los insectos de un certero golpe.

3 comentarios:

  1. ¡Juás! Divertidísimo, Archiduque.
    Un abrazo.

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  2. Por cierto, eso de integrar al sueño elementos ajenos a él me suele ocurrir con frecuencia con el pitido del despertador. Y hace años, cuando hacía siesta, con las vicisitudes de los ñus del Serengeti.
    :-)

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    Respuestas
    1. Eso eran siestas comme il faut, con los ñuses y las fieras (o fieses) de fondo.
      Un placer saludarla, a sus pieses.

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