En la primavera de 1998 me subí a internet, aquello se puso a girar vetiginosamente cual noria y desde entonces he andado ahí dando vueltas, preso de la adrenalina, rendido al vicio procastrinador, mareado, creyendo ya que el mundo era aquello: el girar a toda velocidad sin poder mirar nada fijamente, el ver constantemente paisajes cambiantes, menear un dedo y pasar a otra pantalla.
Mas hete aquí que un día caminé tanto hasta el borde que salí despedido por la propia inercia adictiva y, en vez de aferrarme al caballito, me dejé caer temerariamente, como Paul Newman y Robert Redford —siendo yo mucho más apuesto que los antedichos— en «Butch Cassidy and the Sundance Kid» ("Dos hombres y un destino") .
Parado ahí afuera viendo que el mundo estaba tan tranquilo como siempre y que era aquel artefacto el que daba vueltas incesantemente experimenté una epifanía como el discípulo de la fábula budista de Ananda y el arroyo.
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