Esta mañana he ido al oftalmólogo con mis hijos para hacernos la revisión rutinaria anual.
En la recepción de la clínica, la joven del mostrador ha saludado a quien debe ser un “enfermo” habitual, dada la aparente familiaridad con la que se ha interesado por él al preguntarle –probablemente por simple educación y sin ganas de escuchar la respuesta–:
-¿Qué tal las vacaciones?
El tipo, parecido a Mr. Scrooge, ha contestado que “regular”, pero su cara decía “fatal”, y ha añadido como para justificarse:
-Ya no soy capaz de disfrutar.
Como soy bastante distraído en la sala de espera estaba pensando acerca de la profunda tristeza que supone no poder gozar de la vida y si acaso ello no era aún peor que morirse. En estas meditaciones filosóficas y en otras me hallaba inmerso cuando se ve que han pronunciado mi nombre y apellidos para que pasara a la consulta, sin que me enterase de ello. Mis hijos me han hablado también a la vez –cada uno por un oído–, supongo que previniéndome de que me estaban avisando para pasar, justo en el mismo instante –y esta vez en más alta voz– en el que han vuelto a repetir mi nombre (sin acompañar el apellido en esta ocasión). Al escucharlo me he puesto en pie, pero a la vez lo hacía un tocayo mío que también aguardaba en la sala de espera. Al ver que otro tipo se levantaba me he vuelto a sentar, pero mis hijos me han dicho:
-Que no papá, que te han llamado a ti, que antes han dicho tu apellido.
Entonces me he vuelto a poner en pie, acompañado de los chicos, y mi tocayo ha retornado a su asiento.
Mientras avanzábamos por el pasillo mis vástagos han coincidido en decirme divertidos:
-Ya que estamos aquí quizá deberías pedir cita también para una revisión del oído…
Para mí esto es la alegría y lo más cercano a la felicidad: ver que mis criaturas gozan de un buen sentido del humor y podemos reírnos juntos en una clínica, aunque sea a costa mía.
En la recepción de la clínica, la joven del mostrador ha saludado a quien debe ser un “enfermo” habitual, dada la aparente familiaridad con la que se ha interesado por él al preguntarle –probablemente por simple educación y sin ganas de escuchar la respuesta–:
-¿Qué tal las vacaciones?
El tipo, parecido a Mr. Scrooge, ha contestado que “regular”, pero su cara decía “fatal”, y ha añadido como para justificarse:
-Ya no soy capaz de disfrutar.
Como soy bastante distraído en la sala de espera estaba pensando acerca de la profunda tristeza que supone no poder gozar de la vida y si acaso ello no era aún peor que morirse. En estas meditaciones filosóficas y en otras me hallaba inmerso cuando se ve que han pronunciado mi nombre y apellidos para que pasara a la consulta, sin que me enterase de ello. Mis hijos me han hablado también a la vez –cada uno por un oído–, supongo que previniéndome de que me estaban avisando para pasar, justo en el mismo instante –y esta vez en más alta voz– en el que han vuelto a repetir mi nombre (sin acompañar el apellido en esta ocasión). Al escucharlo me he puesto en pie, pero a la vez lo hacía un tocayo mío que también aguardaba en la sala de espera. Al ver que otro tipo se levantaba me he vuelto a sentar, pero mis hijos me han dicho:
-Que no papá, que te han llamado a ti, que antes han dicho tu apellido.
Entonces me he vuelto a poner en pie, acompañado de los chicos, y mi tocayo ha retornado a su asiento.
Mientras avanzábamos por el pasillo mis vástagos han coincidido en decirme divertidos:
-Ya que estamos aquí quizá deberías pedir cita también para una revisión del oído…
Para mí esto es la alegría y lo más cercano a la felicidad: ver que mis criaturas gozan de un buen sentido del humor y podemos reírnos juntos en una clínica, aunque sea a costa mía.
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